EL ESPÍRITU DE ASIS (II)

EL AMADO PRODUCE AMOR

Papa Francisco y responsables de otras iglesias

EL ESPÍRITU DE ASIS (II)

Como cada 27 de Octubre celebramos «EL ESPIRITU DE ASÍS» promovido por el Papa San Juan Pablo II en 1986. El Papa Francisco cada año nos deja un mensaje, en éste 2020 nos recuerda «cuanto más unidos estemos a Jesús nos sentiremos responsables de los demás». Podéis escuchar en ésta fiesta la  Homilía del Papa Francisco hoy

Desde la Basílica de Santa María en Aracoeli y la Piazza del Campidoglio, en Roma, Oración por la Paz y Encuentro Internacional de Oración por la Paz «Nadie se salva por sí mismo – Paz y Fraternidad» promovido por la Comunidad de Sant’Egidio con la participación del Papa Francisco.

El Encuentro Entero

Si queréis conocer más de ello, os dejamos nuestra primera entrada sobre esta celebración aquí: EL ESPÍRITU DE ASÍS

Además el pasado año 2019 se celebró los 800 años del encuentro entre San Francisco y El Sultán que podéis releer aquí: EL ESPIRITU DE ASÍS (I)

Éste año queremos poner la mirada en el  mensaje de Benedicto XVI al obispo de Asís (2-IX-2006) con ocasión del XX aniversario del Encuentro interreligioso de oración por la paz (27-X-1986)

El encuentro promovido en Asís por el beato Juan Pablo II subrayó el valor de la oración en la construcción de la paz. En efecto, somos conscientes de que el camino hacia este bien fundamental resulta difícil y a veces humanamente casi imposible.

La paz es un valor en el que confluyen muchos componentes. Ciertamente, para construirla son importantes los caminos de ámbito cultural, político, económico. Ahora bien, en primer lugar, la paz se debe construir en los corazones. Ahí es donde se desarrollan los sentimientos que pueden alimentarla o, por el contrario, amenazarla, debilitarla y ahogarla. Por lo demás, el corazón del hombre es el lugar donde actúa Dios.

Por tanto, junto a la dimensión «horizontal» de las relaciones con los demás hombres, es de importancia fundamental la dimensión «vertical» de la relación de cada uno con Dios, en quien todo tiene su fundamento. Esto es precisamente lo que quiso recordar con fuerza al mundo el Papa Juan Pablo II con la iniciativa de 1986.

Pidió una oración auténtica, que comprometiera toda la existencia. Por este motivo, quiso que estuviera acompañada por el ayuno y que se expresara con la peregrinación, símbolo del camino hacia el encuentro con Dios. Y explicó: «La oración supone de parte nuestra la conversión del corazón».

Entre los aspectos más característicos del encuentro de 1986, conviene subrayar que este valor de la oración en la construcción de la paz fue testimoniado por representantes de diferentes tradiciones religiosas, y esto no sucedió a distancia, sino en el marco de un encuentro.

De este modo, los orantes de las diferentes religiones pudieron mostrar, con el lenguaje del testimonio, que la oración no divide sino que une, y que constituye un elemento determinante para una eficaz pedagogía de la paz, basada en la amistad, en la acogida recíproca, en el diálogo entre hombres de diferentes culturas y religiones.

Esta pedagogía es hoy más necesaria que nunca, especialmente teniendo presentes a las nuevas generaciones. Muchos jóvenes, en las zonas del mundo marcadas por conflictos, son educados en sentimientos de odio y venganza, en contextos ideológicos en los que se cultivan las semillas de antiguos rencores y se preparan los corazones para futuras violencias. Es necesario abatir estas barreras y favorecer el encuentro.

Para que no haya equívocos con respecto al sentido de lo que Juan Pablo II quiso realizar en 1986, y que se ha calificado con una expresión suya como «espíritu de Asís», es importante no olvidar el cuidado que se puso entonces para que el encuentro interreligioso de oración no se prestara a interpretaciones sincretistas, fundadas en una concepción relativista.

Precisamente por este motivo, desde el primer momento, Juan Pablo II declaró: «El hecho de que hayamos venido aquí no implica intención alguna de buscar entre nosotros un consenso religioso o de entablar una negociación sobre nuestras convicciones de fe.

Tampoco significa que las religiones puedan reconciliarse a nivel de un compromiso unitario en el marco de un proyecto terreno que las superaría a todas. Ni es tampoco una concesión al relativismo de las creencias religiosas». Deseo reafirmar este principio, que constituye el presupuesto del diálogo entre las religiones que recomendó hace cuarenta años el concilio Vaticano II (cf. Nostra aetate, 2).

Juan Pablo II escogió para su iniciativa audaz y profética el sugestivo escenario de esa ciudad de Asís, universalmente conocida por la figura de san Francisco. En efecto, el Poverello encarnó de modo ejemplar la bienaventuranza proclamada por Jesús en el evangelio: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

El testimonio que dio en su época lo convierte en punto de referencia natural para quienes cultivan también hoy el ideal de la paz, del respeto de la naturaleza, del diálogo entre las personas, entre las religiones y las culturas.

Ahora bien, si no se quiere traicionar su mensaje, es importante recordar que la elección radical de Cristo fue la que le ofreció la clave para comprender la fraternidad a la que están llamados todos los hombres y en la que de algún modo participan también las criaturas inanimadas, desde el «hermano sol» hasta la «hermana luna».

Quiero recordar, por tanto, que en este vigésimo aniversario de la iniciativa de oración por la paz de Juan Pablo II se celebra también el octavo centenario de la conversión de san Francisco. Las dos conmemoraciones se iluminan recíprocamente.

En las palabras que le dirigió el Crucifijo de San Damián -«ve, Francisco, y reconstruye mi casa»-, en su elección de una pobreza radical, en el beso al leproso con el que expresó su nueva capacidad de ver y de amar a Cristo en los hermanos que sufren, comenzó la aventura humana y cristiana que sigue fascinando a tantos hombres de nuestro tiempo y hace que esa ciudad sea meta de innumerables peregrinos.

Fuente: Calendario Franciscano